Son las diez y cuarenta de la mañana. Roger Ruiz Torres, de 53 años, habla frente a un micrófono por enésima vez en siete días. Está parado frente a la Dirincri, el mismo edificio donde trabajan los policías encargados de investigar delitos. Uno de ellos lo dejó sin su primogénito.
Escucha la noticiaTexto convertido en audio
Inteligencia Artificial
“Yo le llamo la llamada maldita”, dice.
TE RECOMENDAMOS
CONFIANZA CANTADA Y LITIGIOS, PERDEDORES Y GANADORES | SIN GUION CON ROSA MARÍA PALACIOS
Hace una semana exacta, esa llamada lo arrancó de la vida que conocía: el trabajo en su taxi, los almuerzos con sus muchachos, las visitas de su nieto. Desde entonces ya no es un padre común. Es el hombre que da entrevistas. “Nunca había hablado frente a cámaras. Es terrible hacerse conocido por la muerte de un hijo”, repite. Hoy lleva más de veinte.
Antes del 15 de octubre, Roger era un futbolista aficionado, exmilitar, hombre de barrio y abuelo orgulloso. Había criado a Mauricio y a Fabio con la misma disciplina que aprendió en el Ejército.
Los policías que integraban el equipo del acusado de matarlo pertenecen a la División de Secuestros. Su tarea era salvar personas de la muerte, no dar muerte.
El disparo
El 15 de octubre, a las 11:12 de la noche, un disparo atravesó el cuerpo de Eduardo Mauricio Ruiz Sanz, rapero de 32 años conocido como Trvko. El hecho quedó registrado en video por este reportero. Se escucha el fogonazo, un grito, el cuerpo cayendo. En medio del caos, su hermano Fabio lo cargó y, ayudado por manifestantes, lo subió a una motocicleta rumbo al Hospital Loayza. Llegó sin vida.
A las 11:30 p. m., Roger recibió la llamada. “Me avisaron que le habían disparado a mi hijo. No creí que moriría —me dice—. Corrí al Loayza. Primero llegué hasta mi puerta y volví a mi cuarto. Dije: ojalá sea un mal sueño. Luego recién salí. Decía: Dios mío, por favor, no… mi hijo no”.

Momentos pasados de paz y felicidad familiar, antes del fatídico 15 de octubre. Foto: cortesía.
A las cinco de la mañana del 16 de octubre, volvió a casa. Tenía que contarle a su madre, la señora Otilia, que su nieto estaba muerto. Ella lo vio entrar con la mirada perdida y entendió sin oírlo. Rompió en llanto.
Unas horas antes del disparo, el día había sido común. “Fue antes del almuerzo, creo… no recuerdo con precisión —dice Roger—. Le dije: ‘hijo, ya tengo las entradas para ir al estadio’. Me dijo: “gracias, papá, entonces mañana vamos”. Había comprado cuatro pases para el partido de Alianza Lima vs. Sport Boys, programado para el jueves 16. Irían él, sus dos hijos y su nieto, todos hinchas blanquiazules. Ese plan familiar quedó suspendido para siempre.
Horas después, el país se preparaba para otra jornada de protesta. Nadie en su casa imaginaba lo que estaba por venir.
La misa
El miércoles 22 de octubre, la familia se reunió en el templo de La Merced. Son las doce y cuarenta de la tarde. La señora Otilia, de ochenta y nueve años, ocupa el tercer banco. Cada vez que escucha el nombre de quien crió como a un hijo, rompe en llanto. “Oremos por el descanso eterno de Mauricio. Pueden ir en paz”, dice el sacerdote. Pero paz es lo que menos tiene la familia.
Otilia levanta la vista, aprieta el pañuelo contra el rostro. No quiere hablar con la prensa, pero cuando Roger le cuenta que lo hemos acompañado desde la mañana y que registré el primer video de la muerte de su nieto, nos mira fijo y agradece con tristeza. Aprieta mi mano con fuerza. Es el mismo gesto con el que, alguna vez, debió consolar a Mauricio y ahora debe hacerlo con su bisnieto, Max, de 10 años.
“Desde muy pequeño lo he cuidado —susurra—. También a su hijito, porque eran una pareja joven cuando lo tuvieron. A mí me decían que tenía dos nietos genios, muy talentosos. Yo solo voy a encontrar paz cuando cierre mis ojos, cuando me vaya.”

“Me avisaron que le habían disparado a mi hijo. No creí que moriría”, señala Roger Ruiz. Foto: La República.
El equipo
De acuerdo con documentación a la que accedió La República, el equipo operativo de la Dirincri desplegado esa noche estaba compuesto por cinco miembros: el teniente Walter Andy Segura Montañez, jefe del grupo, y los suboficiales Roberto Carlos Martínez Román, Luis Michael Magallanes Gaviria, Kendy Antonio Granados Soto y Omar Raúl Saavedra Bautista.
El oficio detallaba que debían participar “con ropa de trabajo y chaleco característico Dirincri PNP, sin armamento”, en labores de inteligencia, mantenimiento del orden público e intervención y control vehicular. Sin embargo, las cámaras de seguridad de la Municipalidad de Lima muestran a dos agentes de civil, con armas en las manos. Uno dispara al aire. La bala del otro terminó en el cuerpo de Mauricio.
Horas después, el comandante general Óscar Arriola informó que el disparo que mató a Trvko habría provenido del arma del suboficial Luis Magallanes Gaviria, de la División de Secuestros. Pero testigos sostienen otra versión. Magallanes dijo que perdió su arma esa noche. La prueba del delito nunca apareció.
El insulto
Días después, mientras el país discutía los hechos, el presidente del Congreso, Fernando Rospigliosi, tergiversó el nombre artístico del joven y lo llamó “Terruco”. Lo hizo en sesión plenaria, en vivo, y lo repitió incluso después de que sus asesores le advirtieran del error y le escribieran grande, en un papel “truco”, para que se corrija.
Otro congresista, Alejandro Aguinaga, implicado en el caso de esterilizaciones forzadas durante la dictadura fujimorista, lo secundó y lo llamó “terrorista urbano”.
Roger decidió entonces defender no solo la justicia, sino también el honor. Camina con un folder bajo el brazo. Dentro lleva una carta notarial dirigida a Rospigliosi. “Exijo se rectifique en un plazo de 24 horas la afirmación y tergiversación de información expresada por su persona, que constituye difamación agravada y causa perjuicio a la buena memoria de mi hijo”, se lee en el documento.
Mauricio Ruiz tomó el seudónimo de Kurt, por Kurt Cobain, allá por el 2008. Para solventar los gastos de sus viajes musicales, se dedicaba a hacer malabares en los semáforos. Entonces, sus amigos invirtieron el apodo a Truk, por los “trucos” que hacía. Luego lo llamaron Truquito. Finalmente, quedó Trvko. Su hermano Snap, que fue su productor musical y su compañero de escenarios, tuvo que contar la historia en una conferencia pública para defender a quien ya no está, pero sigue siendo atacado.

Mauricio descubrió su talento artístico a temprana edad, recuerda su padre. Foto: cortesía.
Los otros hijos del país
Mientras camina, tres personas se le acercan. Entre ellas está Wilfredo Huertas Vidal. No se conocían, pero lo reconocen de la televisión y le dan fuerzas. Huertas le cuenta que pasó cinco días detenido tras la marcha, que durante la intervención le robaron sus celulares, que lo golpearon y que le dijeron que lo iban a matar. Roger lo escucha con atención. Desde la muerte de su hijo se ha convertido involuntariamente en un portavoz de quienes sobrevivieron a la represión.
En los videos grabados aquella noche, se ve a Trvko corriendo a auxiliar a Luis Reyes Rodríguez, ‘Flipown’, cuando cayó tras el impacto de una bomba lacrimógena. No se conocían, pero el músico se acercó instintivamente a ayudar a su colega. Días después, Roger conversó con la madre de Reyes.
“Hace poco hablé con la mamá de Luis —dice—. A él una bomba lacrimógena le impactó en la cabeza. Está en el Loayza, en coma inducido. Su mamá me contó que ya no tiene dinero, que está muy complicada. Pobrecita, por lo menos yo tengo a mi familia; ella no tiene a nadie”.
Minutos antes, Roger había recibido una llamada de su sobrino desde Francia. Le dio las condolencias y le ofreció ayuda económica para que continúe buscando justicia. El timbre llegó en el momento exacto. Minutos antes, comentó que iba a tomar una decisión radical: “Pienso vender mi carro. Es mi herramienta de trabajo. Pero ya no sé hasta cuándo voy a poder seguir costeando todo esto”.
Trvko
Desde su muerte, Roger apenas duerme. “Dormito por momentos —dice—. Paso las noches con mi madre. A veces nos despertamos a mitad de madrugada. Ella me dice que, cuando logro dormirme, grito”. Hace unos días subió a la azotea para tender su ropa. Ahí quedaba el cuarto de su hijo. “Me dio un poco de miedo, pero dije: ¿Qué me puede hacer mi hijito? Más bien sería una bendición encontrármelo, aunque sea un segundo”.
El padre que se queda. Uno de sus compañeros de promoción lo acompaña hoy. Fue quien le ayudó a hacer un flyer para recaudar fondos. “Yo no quiero que piensen que estoy lucrando con la muerte de mi hijo —dice Roger—, pero qué hago, ya me gasté todos mis ahorros. ¿Quién va a velar por mi nieto ahora? Voy a tener que ser yo”.

Colectivos solicitan apoyo económico para la familia de la víctima. Buscar justicia en Perú es costoso. Foto: difusión.
Roger cuenta que pudo ser futbolista. Jugó en las menores del Alianza Lima, conoció a los Potrillos antes del accidente del Fokker, pero la suerte no lo acompañó. “Después me enrolé en el Ejército”, dice. En su tono no hay nostalgia, hay historia.
Cuando pasamos por la Plaza Francia, me pide tomar otro camino. No quiere pasar por donde su hijo cayó. “Me hicieron venir a los dos días, pero nunca más pienso pasar por acá. No puedo ni ver los videos del hecho. He sacado los cuadros de mi hijo de mi casa, los tengo guardados. No puedo verlo”.
Recuerda a Mauricio de niño. Dice que descubrió su talento temprano, que dibujaba bien, pero que sobre todo le gustaba cantar. De adolescente se metió al hip hop, empezó a escribir letras, a subirse a escenarios. En el barrio lo conocían todos.
Del día de su muerte conserva cada gesto. “Lo vi salir de casa —me dice—. Me dijo que iría con sus amigos. Yo no lo hubiera dejado ir a la manifestación. Sé que es un derecho, pero me daba miedo por todo lo que ha pasado en estos años. Si me lo decía, con algún cuento me lo llevaba a otro lado”.
El país que dispara y miente
Ahora, un grupo de jóvenes de la Generación Z lo ha invitado a una conferencia de prensa. Anunciarán una nueva movilización y entre sus consignas está la búsqueda de justicia por Trvko. “Si quieren marchar, está bien —dice Roger—. Pero yo voy a ir a pedirles que no haya violencia. Que intenten que todo se lleve en paz. Ojalá también lo haga la policía. Les voy a decir que no quisiera que ninguno de sus padres reciba la llamada que yo recibí”.
La tarde cae sobre el Cercado. Roger camina con el folder en la mano. Dentro están los nombres de los responsables, las pruebas que acumula, la carta notarial. En la otra lleva su celular, donde guarda las fotos de su hijo y los mensajes que aún no puede borrar. En su casa lo espera su madre; en su barrio, los amigos de Mauricio; en la plaza, los jóvenes que volverán a marchar.
El Perú sigue su rutina. Pero para Roger —y para los que han perdido a los suyos— la vida quedó detenida en las 11:12 de aquella noche.

El padre y la abuelita de Mauricio participan de una misa en su memoria. Foto: cortesía.
