El periodista César Hildebrandt expresa en su columna de su seminario una profunda indignación y “repulsión” hacia el panorama político actual del Perú. Inicia su crítica señalando el conflicto moral que siente al amar a su país, aunque a veces lo supera la “desobediencia” ante la realidad.
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Hildebrandt describe la crisis, comenzando con el gobierno de Dina Boluarte y sus nombramientos. Le genera “náusea” la presentación del nuevo jefe de la policía, a quien identifica como un conocido promotor de la “paranoia e inventor de conspiraciones comunistas”. La complicidad se extiende a la política partidaria, mencionando al exministro de Justicia, Juan José Santiváñez, que renuncia para afiliarse a las filas de “Alianza para el Progreso, el partido del gánster Acuña”.
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El columnista sentencia que la suciedad política ha alcanzado la “perfección”: “la presidenta yace, el Congreso hiede, el TC chorrea, la JNJ está violácea, la Fiscalía tiene el cólera”. Esta degradación ha convertido a la política nacional en un estado de enfermedad “grave, vallejiana”.
Sostiene que la raíz del problema es un secuestro institucional perpetrado por una organización criminal y que la prensa, lejos de denunciar, “retrata como si de un fotógrafo de plazuela se tratara”, fallando en decir lo cierto: “El Perú ha sido secuestrado por una vasta organización que tiene como propósito perpetuarse a través del dominio de las instituciones que garantizaban (más o menos) el juego plural de la democracia.”
Las instituciones democráticas y los contrapoderes han sido “tomadas” y el objetivo es imponer la “monotonía” y acostumbrarnos a la humillación. El periodista enfatiza que lo que reina no es la oclocracia (Gobierno de la masa ignorante), sino la instalación del crimen organizado en el poder. “Es que el hampa se ha instalado en el centro mismo de las decisiones y en las covachas de neón del aparato represivo. Es el gobierno de los alias”, redacta.
Asimismo, lamenta el deterioro moral del país, afirmando que “Este no es el Perú de mis amores” y que la nación ha perdido la “inclinación esencial por la virtud”. La catástrofe actual es el resultado directo de la inacción y la pasividad ciudadana. “Este es el país que nos hemos dejado arrebatar a punta de tolerancias, cobardías cívicas y silencios”, denuncia.
Esta tolerancia permitió el “robo, el cinismo, la conversión de la política en un mercado de reducidores,” resultando en una “pocilga” donde la impunidad prevalece. Como ejemplos de esta impunidad, menciona el supuesto derrumbe de casos de corrupción graves y el caso de Gonzalo Monteverde: “La conclusión es que atrapan al Monstruo pero Gonzalo Monteverde, testaferro de Odebrecht, sigue lejos e impune gracias a que tiene un abogado de casta.”
Además de permitir que el fujimorismo continuara corrompiendo, la sociedad aceptó que Acuña fundara instituciones educativas. Esto último se agrava con la acción del Congreso para proteger estos intereses: “Y hasta aceptamos que el Congreso del hampa cambiara a la Sunedu cuando la obra ‘académica’ de Acuña pudo verse en peligro de ser fiscalizada.”
Hildebrandt concluye su reflexión con una nota de amargura existencial. Se siente parte de un “fracaso viejo”, sin la excusa de la inexperiencia histórica, pero rehúsa abandonar el país. A pesar de su deseo de no vivir en esta realidad, la edad le impide la fuga, y decide quedarse para luchar: “Y aquí me tienen: peleando una batalla probablemente perdida y, por eso, más digna que ninguna otra de librarse. Peleándola con el entusiasmo y la locura que me han salvado de morir por dentro.”
Su permanencia es un acto de resistencia y dignidad personal, una lucha moral contra la corrupción que, aunque destinada al fracaso, es esencial para su supervivencia interior.