Uno. La mejor definición de ‘caviar’ la dio el excongresista Mauricio Mulder. “Los caviares son las ovejas negras de las familias ricas”, dijo el aprista, explicando la génesis de un término que ha marcado la política peruana aún antes de que se use. Protocaviares fueron Ricardo Letts, Javier Heraud, Susana Villarán, Javier Diez Canseco y un largo etcétera, en mayor o menor medida. Antes, ellos rompían con sus familias ricas. Hoy, dejar la casa pituca no parece ser un requisito.
Dos. Al caviar lo define la culpa. Una culpa criolla, variante local de la white guilt, por alguna fortuna mal habida, ancestro esclavista o simple color de piel. Y la culpa se hereda. Un ejemplo clásico es ‘Zavalita’, avergonzado del pecado original de su padre rico y odriísta. El ejemplo más absurdo fue el voto por Pedro Castillo. La infantilización racista del buen salvaje se resume en la frase de Susel Paredes: “Castillo puede ser delincuente, pero no es incapaz moral”. Un inimputable sin agencia.
Tres. El caviar se cree antifujimorista, pero es hijo del fujimorismo. Es una nueva clase media producto del crecimiento económico de los 90, del padre que perdió su trabajo, puso su propio negocio y mandó a su hijo a estudiar a España, de donde volvió acaviarado. El parricidio intelectual es comprensible. Pero sus diferencias no son ideológicas, sino cronológicas.
Cuatro. El caviar es aspiracional. Es una variante de la GCU o la “gente bien” que antes votaba por el PPC y hoy por el Partido Morado. Su agenda tiene demandas posmateriales que implican una generosa condición económica, sea real o impostada. El caviar no se ofende por ser caviar. El jurel muere por ser caviar.
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