Por: Nicholas Asheshov
Mi lugar de trabajo ahora ya no es un piquete de gente, papeles y teléfonos. Hoy tengo una baranda acristalada que atrapa el sol de la tarde, con vistas al bosque y las montañas que resultan incansablemente tranquilas. El perro y el gato roncan sobre el entarimado de madera pulida. En la pared interior se alza un muro de adobe, de seis metros de altura y dos pies de grosor, donde cuelgan pinturas familiares, dibujos, estanterías de libros y un reloj de péndulo del siglo XIX que hace tic-tac y repica todo el día y en la noche andina.
El lado abierto es una sucesión de ventanales tipo invernadero que dan a un bosque de altos cedros, nogales, pisonayes y arbustos subtropicales. Al norte se levantan nevados picos y glaciares, la cordillera Urubamba de seis mil metros. Al otro lado, a unos 50 metros entre los árboles, fluye el río Vilcanota. A unos sesenta kilómetros río abajo, las aguas se precipitan por el cañón de Machu Picchu rumbo a la todavía lejana Amazonía. Bandadas de loros, colibríes, águilas y halcones, búhos, aves migratorias y acuáticas del río y del jardín, como el saltador de pico dorado, el grosbequero de espalda negra, la tangara de montaña enmascarada (tallow-blue), el sinsorro capuchino (amarillo-negro), proporcionan una banda sonora natural desde el alba hasta el ocaso en la fresca noche de 2,950 m.
Ahí estoy sentado sobre una sencilla silla de madera. La laptop emite clics y piteos somnolientos. Regreso de un ensimismamiento y escribo unos párrafos más de Forgotten Secrets, mi saga en tres volúmenes sobre una rebelión en la Amazonía, al otro lado de la cordillera. El primer libro, La batalla de Guayatacocha, publicado por Planeta, ya está en las librerías.
Fue hace seis décadas que llegué al puerto de Talara en un pequeño petrolero, El Lobo, después de un viaje transatlántico por el canal de Panamá. Había salido del puerto de Cardiff hacía tres semanas. Me había embarcado como tripulante suplementario un día después de terminar la universidad. A la llegada, fui huésped un par de noches de la Lobitos Oil Co en uno de sus espaciosos bungalows rodeados de pozos bombeando las 24 horas. Atendido a mi llegada por mayordomos con guantes blancos, algo inaudito en la Inglaterra de mi época, la Inglaterra gris de la posguerra de los años cuarenta y cincuenta.
Unas semanas más tarde, en una tienda de Ayabaca, un pueblo en la sierra peruana, cerca de la frontera con Ecuador, me di el gusto de comprar una cerveza tras una noche en la tolva de un camión.
En esos días, la cerveza se vendía en botellas macho de litro. La tienda no tenía abrebotellas. Un hombre de mediana edad apoyado en el mostrador de madera dijo: “Gringuito”, señalándome que le pasara la botella. Sonrió, se llevó la tapa a la boca y, sin esfuerzo, se la arrancó de un mordisco. La espuma brotó. Escupió la tapa al suelo sobre el aserrín.
En mis veintiún años no había oído de una solución así a un problema que no sabía que existía. No tenía idea de que estaba permitido ni si era físicamente posible.
Como cualquier sudamericano, aprendería a abrir botellas usando el mango de un cuchillo de mesa, un machete o el faldón de un Toyota ajeno. En esa ocasión, arrancar la tapa me impresionó de tal manera que todavía lo recuerdo más de medio siglo después. Una lección de cortesía sin tonterías. Hasta entonces yo me había guiado por las reglas inglesas.
—La manera correcta de hacer las cosas es la única manera—. Al mirar atrás, veo una nueva vida poco inglesa, de amistosidad espontánea, que abría oportunidades más allá de la rígida autosatisfacción. Nuestro lema escolar entre los pórticos grecorromanos era “Teme a Dios. Honra al rey”. No deja mucho margen.
Con la tapa de botella, con la mandíbula apretada, empecé a dejar atrás algunas certezas de lo inglés. Me adentraba en un mundo más allá de los dentistas de Wimpole Street, los vasos enjuagados. Lugares con nombres como Lydeard St Lawrence, West Bagborough, Trumpington Street.
Le señalé a mi nuevo compañero que diera un trago. Habríamos ido turnándonos hasta terminar la botella. —Una novedad para mí—. Mi latín era mejor que nuestro español combinado. Habríamos terminado con un “¡salud!” de camaradería.
En esos días, los hijos escribían cartas semanales a casa. Yo no conté el episodio de la tapa. Mamá, que era médica, podría haberse alarmado y mandado un pasaje de regreso en el PSNC, el buque correo del Pacific Steam Navigation Co. Mis dientes ingleses no hubieran sobrevivido.
En la plaza de Ayabaca me encontré con el subprefecto, un limeño un poco mayor que yo. Un partidario del gobierno de Manuel Prado, me aclaró más tarde.
“¿Montas?”, asentí. “Deja tu bolsa en mi oficina”. Se iba unos días a ocuparse de unas gestiones en el campo.
Nos acompañaría un ayudante. Este llevaba un revólver en la cintura, bajo la chaqueta. Era la primera vez que estaba con alguien armado. La vida subió un par de niveles. Otra cosa que no habría contado a mamá. Fui llevado a comprar un sombrero de ala ancha y, si mal no recuerdo, un poncho para cubrirme durante la noche tropical.
Montados en caballos prestados por cada pueblo, cabalgamos por un decorado de picos áridos y caminos antiguos, cruzando ríos rocosos y parando para charlar en haciendas y aldeas de adobe y tejas.
Un día nos alcanzó un grupo de terratenientes armados con revólveres y carabinas en fundas largas sobre las monturas. Sentados a caballo, en semicírculo delante nuestro, había una docena de campesinos armados —como era costumbre— con machetes, protestando en voz alta.
El asunto era, como a menudo en los valles andinos, el agua. Cactus, ganado flaco, perros sarnosos, buitres eran la fauna. Sabía exactamente dónde estaba y quién era quién.
El jefe de los terratenientes y sus secuaces estaban montados en buenos caballos. El líder de los hacendados era Lee Marvin. Mi amigo el subprefecto era Clint Eastwood, el sheriff del condado. En medio, protestando al frente de sus vecinos humildes, estaba Jimmy Stewart elevándose por encima de sí mismo.
Allí estaba yo con tres leyendas de nuestro tiempo, montado en un poni flaco, en un polvo y calor ecuatoriales. No estaba en el entresuelo del Odeon de Leicester Square. Un día o dos después nos encontrábamos en Frías, un pueblo sin carretera. El escenario volvió a ser la tienda general, cuyo dueño era un joven nissei (japonés-peruano). Era lugar de reunión con sillas y mesas.
“¿Ajedrez?”, dijo invitándome. Había sido del equipo escolar, aunque nunca he sido capaz de planear más de un movimiento de adelanto ni detectar la estrategia del rival. Recién salía de una de las universidades más antiguas y había sido formado por algunas de las mentes académicas más destacadas.
Nos sentamos. En menos de cinco minutos tuve que derribar mi rey. ¿Cuántos movimientos hice? ¿Siete u ocho? No fue derrota: fue aniquilación. Él estaba en una clase maestra más allá de mi comprensión. Allí, en la remota retaguardia tropical, me había masacrado. En la segunda partida llegué tal vez a una docena de movimientos. En el ajedrez no hay máscaras, no hay dónde esconderse. Recuerdo su rostro calmado y afable. Espero haber tenido la cortesía de invitarle unas cuantas cervezas como gesto —algo casi insignificante comparado con la lección que recibí—.
Como con la apertura de botella, fue una enseñanza. A lo largo de los años me han derribado merecidamente muchas veces. En este caso, fue un privilegio.
He vivido desde entonces en las afueras de Frías, aprendiendo lecciones a veces muy tarde. Me encantaría tener un registro anotado de esas partidas para que mis hijos y nietos vean, incrédulos, cómo su abuelo, recién bajado del barco, fue samuraiado en medio de un paraje remoto.
Días después, regresando a Ayabaca por nuevos pasos y valles, participé en una carrera de caballos de la que aprendí otra lección, aunque nunca la interioricé del todo.
No fue una simple carrera. No recuerdo bien cómo se organizó. La gente local, prestándonos caballos para llegar al valle siguiente, decidió convertirlo en evento deportivo: una carrera de dos o tres horas, veintena de millas ascendiendo y bajando, cruzando ríos y senderos en acantilado. Los lugareños conocían el recorrido.
Nosotros, los visitantes, elegimos las monturas. Yo sabía montar, pero no tenía la menor habilidad para elegir un buen caballo. Mientras mirábamos, intentando aparentar saber, un hombre mayor se acercó y me dijo:
“¡Gringuito! — me llevó a uno de los ponis—, este es el tuyo; es mío. Eres liviano y lo cuidarás”.
Anuncié la elección del caballo y las caras largas fueron señal de que había acertado.
Claro que podía ser el mismísimo Pegaso, pero, sin conocer la ruta o el final, poco serviría. Hice lo obvio: me coloqué detrás de dos jinetes locales experimentados.
El ritmo subió, uno de los dos se adelantó. Yo, a unos cuantos cuerpos detrás, aguardaba para acelerar en los cien metros finales. Prudente, mas no astuto. El local señaló una casa blanca al borde del pueblo de abajo, a unos ochocientos metros. Se oyó un grito detrás.
Miré y vi que todos tomaban un atajo por un sendero lateral. El otro jinete veloz avanzaba. Salté una zanja hacia un campo y me puse por delante del pelotón. El ganador, sin embargo, cruzó la meta galopando con el sombrero en alto, victorioso, decepción para muchos. Había sido favorito. No recuerdo el premio, pero tenía que merecer la pena porque mi segundo puesto me otorgó un par de gallos de pelea que pasé al dueño de mi poni.
Puedes sacar tus propias conclusiones: se trata de cuándo dar tu embestida y saber a dónde va realmente el dinero inteligente.
Este relato, seguramente, sí se lo habría contado a mamá. Nuestra familia era de la estirpe londinense estilo Forsyte. A ella le habría encantado contárselo a las hermanas, con los gallos de pelea aportando un toque macho sudamericano.
Después de tres años en la sierra y selva, volví a Londres a finales de 1963 para trabajar en Fleet Street. Para volver a casa, atravesaría el continente por tierra hasta Río y tomaría el BOAC para pasar Navidad con mamá. Puerto Maldonado era el Lejano Oriente del Perú, sin carreteras hacia Brasil ni a ningún otro sitio. Atravesé plantaciones de caucho de Iberia e Iñapari, crucé a pie y en canoa la triple frontera Bolpebra. Supe que estaba en Brasil cuando, desde una casa de paja sobre pilotes, la radio emitía samba. La amistosa familia me ayudó a colgar mi hamaca de las vigas.
A la mañana siguiente tomé una canoa en el río Acre rumbo a Brasileia, un pueblito frente a Cobija, en Bolivia. Por la tarde fui, como todos, al circo itinerante. La estrella del espectáculo era una joven boliviana de dieciséis años, artista de trapecio. La cuerda floja estaba a más de metro sobre el ring. Todos vitoreaban. Luego el maestro de ceremonias, un brasileño alegre, señaló hacia mí: “¡Hola, gringuito! ¡Ven y muéstranos qué puedes hacer!”. Más vítores.
La chica vino con su ligera ropa de actuación y tiró de mí hacia dentro del círculo. El maestro me susurró: “Solo deja que fluya”. Tenía un balde de agua preparado y señaló a los niños que no me lo contaran.
La artista habló en voz alta: “¡Nadie va a hacer nada, eh, niños?”. El maestro se acercó sigilosamente por detrás. Algunos niños gritaban: “¡Cuídate!”. Me giré despacio para darle tiempo a ponerse detrás. “No hay de qué preocuparse”, hice un gesto al público. Y así continuó.
Por fin, el maestro (o tal vez la chica) arrojó el balde sobre mí. Al final del show, el maestro me mandó a acercarme y me dijo: “¡Hey, joven señor! ¡Lo hiciste genial! ¡Excelente! ¡Talento increíble! Quiero que te unas a mi circo. Vamos río abajo. Llegamos a Manaos para Navidad. Todo pagado”.
“¡Es nuestra nueva estrella!”, le susurró a la trapecista, que asintió lealmente con una sonrisa tibia. El maestro quizá incluso dijo en voz baja: ‘‘Ella se ha prendado de ti”.
Les agradecí y dije que lo pensaría con mucho interés. Aún hoy, sesenta años después, pienso que fue la mejor oferta de trabajo que he recibido.
En la madrugada cálida y oscura de la Amazonía, a las 3:00 a.m., me encontraba en la orilla del río con mi hamaca y mi bolsa. Tomé la primera canoa que pasó silenciosa. Eran dos mil millas por selva y carretera hasta Río. Luego embarqué en BOAC y llegué a Pyleigh Manor Farm para Navidad con mamá.
Quizá no había aprendido mucho en estas primeras incursiones al corazón de Sudamérica, pero ese dicho: cuando estés en la Amazonía y te encuentres en peligro extremo, frente acaso a una criatura, no pienses ni mires hacia atrás, ¡corre!, hasta estar en terreno alto, seco y en casa.
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