El rescate del pastor chiribaya, el perro – El reportero andino

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Un día cualquiera, un perro apareció en la puerta del laboratorio del Centro Mallqui, en el desierto del extremo sur de Perú. Silencioso, pequeño, de orejas erguidas, empezó a rodear a los arqueólogos como si los cuidara. A simple vista, era un perro más, uno de esos tantos chuscos que deambulan por las calles del país.

Pero en sus rasgos, Sonia Guillén reconoció algo que había visto antes, bajo la arena. En 2006, la arqueóloga descubrió más de 40 momias de perros de la cultura chiribaya, una civilización que prosperó entre los años 900 y 1350 en los valles de Moquegua.

Aquel perro, al que llamaron Abdul, parecía salido de otro tiempo. “Era la fiel estampa de las momias”, recuerda la directora del instituto dedicado al rescate de restos arqueológicos. “Sentí que el pasado, literalmente, se movía ante nosotros”.

Los perros pastores chiribaya, que arreaban llamas y alpacas y protegían cultivos, fueron enterrados con el mismo cuidado que las personas: envueltos en finos tejidos, con pescados y conchas sobre el hocico, rodeados de ofrendas. “En estos entierros se percibe la persistencia del afecto y el dolor de lo perdido”, dice Guillén. “Hablan de la ternura de una sociedad que reconocía el valor del otro y la continuidad del afecto más allá de la muerte”.

Durante siglos, la arena los mantuvo intactos, pero su historia se perdió. Hasta que Abdul apareció para recordarla. Hoy, casi dos décadas después, el país intenta rescatar el linaje de aquellos perros que, como él, alguna vez fueron olvidados.

Los guardianes del desierto

La cultura chiribaya floreció en el extremo del desierto de Atacama, una de las zonas más áridas del planeta. Entre el mar y la arena, cultivaban maíz, zapallos y hoja de coca, pescaban y criaban camélidos. A su lado estaban siempre sus perros. “No eran animales de compañía, eran parte de la comunidad”, explica Guillén, que desde los años noventa sigue el rastro de esta cultura luego integrada al Imperio Inca. “Por eso, cuando morían, recibían su propio entierro y ofrendas para el otro mundo”.

Los chiribaya desaparecieron hace más de seis siglos, probablemente por el fenómeno del Niño u otros fenómenos naturales. Pero el desierto preservó sus cuerpos y los de sus perros de manera extraordinaria. Casi todo lo que se sabe de ellos proviene de sus tumbas.

Desde hace más de dos décadas, esos vestigios se conservan en el Centro Mallqui y el Museo Municipal El Algarrobal – Chiribaya, en Moquegua. Pero el reconocimiento tardó en llegar. “A veces los hallazgos necesitan tiempo para ser comprendidos”, reflexiona Guillén. “Tenemos una historia tan larga que a veces olvidamos mirar lo que está ante nosotros”.

Durante años, el único perro considerado autóctono fue el viringo peruano, sin pelo, ligado a culturas preincas como vicús, mochica, chimú y chancay. En otros rincones de Latinoamérica, ya había perros nativos reconocidos a nivel nacional, como el xoloitzcuintle, de México y el mucuchíes de Venezuela. Los descendientes de los pastores chiribaya, en cambio, eran los perros que nadie miraba dos veces. Hasta que alguien volvió a mirar.

Reconocer un origen olvidado

En 2019, Jaime Rodríguez Valencia, presidente de la Asociación Canófila Peruana – Unión Canófila Peruana (ACP-UCPE), revisaba fotografías de las momias halladas por Guillén. “El largo de las patas, la proporción del hocico, la forma de la cola, se repetían”, recuerda. “Si hay un patrón, hay una raza detrás”. El cinólogo viajó al museo y analizó los restos. “Era como si el pasado caminara frente a mí. Había que rescatar esa historia. No podíamos seguir pensando que era un perro más”.

Así comenzó el rescate de una raza milenaria que sobrevivió en los márgenes del país. Arqueólogos, cinólogos, historiadores y genetistas trabajaron para probar la continuidad del linaje. El siguiente paso fue político. En 2024, una comisión del Congreso de la República pidió sustento técnico para el reconocimiento oficial de la raza. El equipo presentó sus estudios y defendió la importancia del pastor chiribaya. “Hubo una voluntad política enorme”, señala Rodríguez. “No estamos inventando una raza. Estamos reconociendo una que siempre estuvo ahí”.

En septiembre de este año, el Congreso lo declaró Patrimonio Cultural de la Nación, convirtiéndolo en la segunda raza originaria de Perú. Además, dispuso su investigación, protección, conservación y puesta en valor por “su importancia histórica, arqueológica, biológica y genética”.

A inicios de este año, también, la Federación Canina Americana reconoció oficialmente al pastor chiribaya como una raza canina ancestral de Perú. Actualmente, la ACP-UCPE tramita su reconocimiento ante la World Kennel Union.

“El reconocimiento nos llenó de orgullo”, afirma Angela Gutiérrez, encargada del Museo Municipal El Algarrobal – Chiribaya. “Antes recibíamos visitantes locales, ahora vienen de Lima, Arequipa, Cusco y nos dicen: ‘Yo también tengo un perro así y quería conocerlo’”.

El museo proyecta un pequeño refugio para su conservación. “La idea es rescatarlos y concienciar sobre su valor”, detalla Gutiérrez. “Que sea un lugar para cuidados y estudiarlos”. De momento, allí viven Bobby, Pecas y Chiri.

El regreso de un ancestro

Lejos de los museos, la historia del chiribaya se reescribe en las familias que descubren que sus perros llevan una herencia milenaria. Uno de ellos es Yaku, un perro de pelaje negro y blanco que encontró a Andrea Casanave en un pueblo de la sierra. “Me vio un día y ya no me dejó”, cuenta.

En los últimos meses, decenas de familias, como la suya, han acudido a las campañas organizadas por la ACP-UCPE para reconocer a sus perros. Los especialistas miden su cráneo, hocico y patas y analizan su pelaje y orejas semicaídas. “Es emocionante ser parte de la historia que vuelve”, dice Casanave.

Hasta ahora, unos 250 perros han sido reconocidos y cada vez aparecen más. Pero rescatar un linaje tan antiguo no es fácil. “Si se mezcla con otros tipos, se pierde el patrón”, advierte Rodríguez. “No se trata de tener más perros por tenerlos, sino de asegurar una reproducción responsable, sobre todo porque no hay muchas hembras sin esterilizar”.

Una de las pocas es Gomina, rescatada con apenas cinco meses de una avenida de Lima y reconocida recientemente como pastor chiribaya. “Nos sorprendió que perteneciera a una raza tan antigua”, cuenta Rosa Laura Gerónimo, su cuidadora. “Esperamos que pueda aportar a recuperar su origen”.

La historia del chiribaya no es solo la de un perro. Es la de un país que, entre el olvido y la memoria, busca reconocerse. Para Guillén, estos perros revelan cómo los afectos y el respeto formaban parte de la identidad desde las culturas preincaicas. “No había mucha distancia entre cómo ellos querían y cómo lo hacemos nosotros”, dice la antropóloga. “Y saber eso es lo que va a mantenernos en pie. Sin historia, nuestros valores no encontrarán dónde asentarse”.

Lo que la antropóloga encontró bajo la arena, Rodríguez lo ve moverse frente a él. Ella trabaja con lo que el tiempo dejó. Él, con lo que el tiempo no logró borrar. En su casa vive Qallar, un pastor chiribaya de dos años y medio que acaba de tener descendencia por inseminación. “Aprendo todos los días”, asegura el experto. “Es una raza que tiene que irnos diciendo, día a día, quién es y quiénes somos”.

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