Cada mañana, Manuel se coloca los auriculares antes de salir de casa. No lo hace para escuchar música, sino para disimular la tensión de mirar hacia todos lados mientras camina. Tiene 45 años y trabaja como asistente en el área de electrónica del Poder Judicial. Desde que lo llamaron para extorsionarlo, salir a la calle se convirtió en un acto de fe.
Manuel no es un caso aislado. En el Perú, la inseguridad ha dejado de ser una sensación y se ha convertido en una epidemia. Las cifras del Ministerio del Interior (Mininter) lo confirman: los homicidios aumentaron en un 3% en lo que va del año, alcanzando los 2,118 casos. Las extorsiones, en tanto, crecieron un 18% a nivel nacional, con picos de 36% en Lima Metropolitana y 33% en la provincia constitucional del Callao, según datos oficiales del Ministerio del Interior. Más allá de las estadísticas, hay un daño silencioso y profundo: el emocional.
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“Ya antes me habían robado con un arma, fue difícil, pero lo más fuerte vino hace unos meses, cuando me llamaron para extorsionarme. No sé cómo ni cuándo recopilaron mis datos, pero ya me tenían marcado”, recuerda con voz temblorosa. La familia de Manuel no pudo más. Optaron por mudarse. Lo que comenzó como una llamada se transformó en un miedo permanente. Ese temor terminó convirtiéndose en ansiedad, y en su caso, requirió varias sesiones de terapia para intentar volver a dormir tranquilo.
Extorsionada en su propia casa
Alexandra, de 25 años, recuerda perfectamente la primera vez que recibió el mensaje. “Era un número desconocido. Lo abrí por curiosidad, y lo primero que leí fue una amenaza”, cuenta. Aquel día su rutina cambió por completo. Le exigían dinero a cambio de no filtrar información supuestamente sensible a los criminales.
“Recuerdo que eso duró como cinco meses. Al inicio pedían montos de 30 o 60 soles, pero luego ya superaban los 1000. Lo peor es que decían ser autoridades y que, si denunciaba, filtrarían todo y vendrían a buscarme”, relata con el rostro tenso.
Intentó cambiar de número como ocho veces, pero siempre la encontraban. Dejó de salir con sus amigos, se aisló incluso de su familia. “No podía salir de mi casa por temor”, dice. El miedo la paralizó, y con el tiempo ese encierro se volvió un reflejo.
Casos como el suyo también reflejan una grave consecuencia de este aumento delictivo: la psicológica. No siempre deja heridas visibles, pero su impacto se percibe en la salud mental colectiva. El Ministerio de Salud (Minsa) señala que el 76% de las personas siente temor al salir de casa. Ese miedo, convertido en rutina, está generando un deterioro emocional que el país aún no alcanza a dimensionar.
El costo psicológico de la inseguridad
Según el Minsa, los trastornos de ansiedad han aumentado significativamente en los últimos cinco años, sobre todo en zonas urbanas donde la delincuencia es constante. El Instituto Nacional de Salud Mental Honorio Delgado-Hideyo Noguchi (INSM “HD-HN”) advierte que uno de los síntomas más frecuentes en quienes viven bajo amenaza es la hipervigilancia: la sensación de estar siempre en peligro, incluso dentro de casa.
“Actualmente, vivimos en un contexto de violencia institucional y comunitaria”, explica Sheyla Sánez Ramírez, licenciada en psicología y especialista en salud mental del Colegio Médico del Perú. “La inseguridad ciudadana, la violencia familiar, la violencia de género y sobre todo los casos delictivos están generando un estrés crónico en la población. Vivimos en un estado de vigilancia constante, con agotamiento y sensación de falta de control. Es una forma de trauma social que afecta a todos los ciudadanos”, sostiene.
La especialista detalla que no todos enfrentan la situación desde la misma posición. “Hay grupos más vulnerables: niños, mujeres, personas con discapacidad y quienes viven en zonas rurales. Ellos sufren una doble carga: la exposición a la violencia y la dificultad para acceder a atención psicológica o médica de calidad”, afirma.
Ese acceso desigual al apoyo profesional agrava los síntomas. Las personas con ansiedad crónica no tratada pueden desarrollar depresión, insomnio o incluso pensamientos suicidas. “El cansancio viene de la acumulación del estrés, del trauma de vivir con miedo y sin recursos para recuperarse. Cuando no hay acompañamiento psicosocial, todo eso se traduce en enfermedades mentales más graves”, alerta Sánez.
Debido a esto, el Minsa ya ha reportado más de 200 mil peruanos que han entrado a terapia por temas de ansiedad, entre el 2025 y el 2024, debido al temor que sienten por el aumento de la criminalidad.
La violencia que se normaliza
A fuerza de repetirse, la violencia se está volviendo parte del paisaje. En algunos barrios, escuchar un balazo o un petardo ya no sorprende; apenas genera un comentario resignado. “Hoy en día, la violencia se ha naturalizado. La encontramos en la calle, pero también dentro de los hogares. Y cuando el entorno familiar (que debería ser seguro) también se vuelve violento, el círculo se hace interminable”, comenta la especialista.
Ese fenómeno de normalización tiene efectos directos en la conducta social y es algo preocupande debido a que es un mal silencioso. Muchas personas han dejado de salir, de participar en actividades comunitarias, de confiar en los demás.
“Vivir con miedo impacta en el área social. Dejamos de interesarnos en compartir, en salir, y preferimos encerrarnos porque el hogar parece el único refugio. Pero esa misma reclusión alimenta la ansiedad y el aislamiento”, explica Sánez.
Para Manuel, ese aislamiento se tradujo en una rutina monótona y silenciosa. “Ya no visito a mis amigos, solo voy al trabajo y regreso. Si suena el teléfono con un número desconocido, me paralizo”, confiesa. El miedo se le ha metido en el cuerpo, y aunque la terapia lo ha ayudado a manejar los episodios de ansiedad, aún no logra dormir sin pensar si alguien lo está vigilando.
Una sociedad agotada emocionalmente
Los efectos de esta inseguridad prolongada son visibles no solo en las víctimas directas, sino también en el resto de la población, pues Sánez afirma que ya estamos viviendo (y seguiremos viviendo) efectos psicoemocionales y sociales muy fuertes.
En el caso de los niños y adolescentes, se observa “más ansiedad, miedo, dificultades para dormir, problemas de atención, baja autoestima y bajo rendimiento escolar”. En los adultos, la especialista identifica “agotamiento emocional, irritabilidad, síntomas de depresión y ansiedad”.
Según la psicóloga, los docentes también se han visto severamente afectados. “Más del 50% de los maestros han reportado problemas de estrés desde el segundo año de la pandemia hasta el día de hoy”, señala. Ellos también viven su propia carga emocional y muchas veces no tienen apoyo. Si a eso le sumamos el clima de inseguridad, el panorama es alarmante.
Un Estado ausente y una crisis que se profundiza
El exministro del Interior, Wilfredo Pedraza, reconoció que el Gobierno no ha aplicado medidas de inteligencia efectivas para combatir el crimen organizado. Esa inacción tiene consecuencias directas: las bandas ganan terreno, las extorsiones aumentan y la población vive en permanente tensión en distritos de la capital peruana como San Juan de Lurigancho, Lima y Ate, donde se concentra casi el 50% de las denuncias.
En lo que va del año, pese al estado de emergencia decretado por el presidente José Jerí, se han registrado más de 20 ataques violentos, incluyendo asesinatos y amenazas. Mientras tanto, el sistema judicial sigue desbordado. De 85 mil denuncias de extorsión entre 2020 y 2025, apenas 1,470 llegaron al Poder Judicial. Eso significa que más del 98% de los casos terminan en impunidad.
La impunidad no solo alimenta la criminalidad, sino que refuerza el sentimiento de indefensión. Cuando el ciudadano siente que no hay justicia, su miedo se vuelve crónico. La consecuencia no solo es social o política, sino profundamente emocional.
Una herida invisible
En el Perú, el miedo ya no es un síntoma ocasional, sino una emoción colectiva. Se percibe en los silencios del transporte público, en la prisa por cerrar la puerta, en la costumbre de mirar dos veces antes de responder una llamada.
La ansiedad, el insomnio y la hipervigilancia son parte de la nueva normalidad. La salud mental se ha convertido en la primera víctima de una violencia que parece no tener fin. “El estrés es una respuesta natural del cuerpo”, explica Sánez, “pero cuando se mantiene por mucho tiempo y supera nuestros recursos personales, se vuelve un factor de riesgo. Deja de ser adaptativo y se convierte en una amenaza para la salud física y mental”.
En los rostros de Manuel y Alexandra se refleja esa transformación: el miedo cotidiano que se volvió parte de su identidad. Como ellos, miles de peruanos intentan seguir adelante, cargando con una ansiedad que no pidieron, pero que la violencia les impuso.
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