La inscripción de 43 partidos para postular en las elecciones del próximo año llevó a buscar en las alianzas electorales una ruta para la agregación electoral y moderar la fragmentación. Sin embargo, lo ocurrido con estos mecanismos entre el 2001 y el 2016 revela una realidad muy diferente: no son ni efectivas ni duraderas.
En ese lapso, 13 alianzas agruparon a 37 partidos. Resultado: ninguna logró pasar a segunda vuelta. Y en el caso del parlamento, a pesar de sumar a 37 de los 48 partidos en competencia, estas coaliciones solo consiguieron el 22% de los escaños y el 30% de los votos válidos. En corto: no lograron movilizar más electores ni fortalecer la representación.
E incluso, en el caso de aquellas que consiguieron llegar al Poder Legislativo, la distribución de escaños ha sido asimétrica: un partido monopoliza los cupos mientras el resto debe conformarse con mantener la inscripción. A su vez, tampoco logran trascender su naturaleza electoral y acaban siendo tan inestables como los demás partidos: se disuelven antes de empezar el periodo parlamentario o poco tiempo después.
En este escenario, que apenas un puñado de partidos haya optado por aliarse a otros muestra que en el cálculo político se impone la lógica del “todo o nada” ¿Para qué ir en alianza si entre perder la inscripción y pasar a la segunda vuelta, apenas hay unos puntos de diferencia? Y agrego un elemento adicional: entre tantos políticos desprestigiados, una alianza solo acaba sumando dos desprestigios.